lunes, 2 de abril de 2007

11:59

11:59

La manecilla indica el minuto previo a las 12. Joaquín me pone la mano en el hombro. La ciudad desde tal altura no es la ciudad que vivimos a diario, la de los olores, la de la multiplicidad de razas, como en mi sueño en que todos se detenían y orinaban al mismo tiempo. Joaquín sonríe. El río Hudson[1] va hacia el Océano y desde lo alto las velas de los barcos se ven inútiles. – Ya es hora – dice Joaquín con su voz ronca, de asperidad desconocida por mí hasta este momento, en el que entiendo cual es su plan, si es que <> puede llamársele. La corriente del río se detiene en una serie de altas compuertas, lo cual mantiene su serenidad. Hacer explotarlas, para mí, no es el mejor plan. Los pequeños botes navegan como en un videojuego, automáticamente. Joaquín ya había decidido ser terrorista antes que empresario y eso me atrajo a él. Tomados de la mano, a cientos de metros de altura, comienzo a dudar de si mi atracción es del todo coherente. Casi ninguna mujer con la que haya platicado se enamoró de un tipo políticamente incorrecto. Este país los ahuyenta a todos. Joaquín mira con sus ojos verdes casi irlandeses. A lo lejos el Océano despierta. El plan, hurdido por él, es tan simple con inocuo: que se vaciara el Hudson y se fuera todo al Océano. O a la mierda. No sé por qué, empiezo a temblar al momento de ponerme la mano en el hombro... todo el tiempo, desde que comentó por primera vez su plan, con voz muy baja, aliento a cerveza y cigarrillos negros, imaginé que era un tarado. A veces, cuando comíamos, me contaba cómo crearía un desastre financiero la huída del Hudson. ¿A quién carajos se le podía ocurrir semejante estupidez? me preguntaba mientras lo besaba. Corríamos como niños bobos por las calles de piedra rojiza, nos robábamos sólo ciertos libros, bebíamos el té de un solo origen. El plan, siempre, era lo único que tenía como esperanza y por ello soportaba: los planos, los tiempos muertos, las fotografías de los empleados portuarios. ¿Alguna vez escuchaste hablar a un loco, un payaso, un mal actor? le preguntaba mientras sonreía, preparándole tostadas con miel de maple. Sí, como yo, respondía irónico. Joaquín se burlaba de mis burlas, como un espejo deforme y sucio. La niña rica, la nueva artista, la doctora en el periódo clásico de la grecia antigua. Sí, le respondía con pequeños golpes en los hombros, arañazos, arranques de ropa; así descubrí su tatuaje, que hasta ahora no me ha interpretado. El Hudson parece correr lento, aunque no corra, flota, su movimiento parece oscilar. Los pequeños botes navegan inocentes, desenfadados. Joaquín llama por teléfono, responde con frases cortas, como finiquitando algo. No sé por qué pero comienzo a temblar. Ahora lo afirmo: tengo miedo. Joaquín cuelga y sonríe nuevamente. ¿Quién era? pregunto como dice él que preguntan todas las mujeres en cierto momento. Nadie, contesta y me toma de la mano, apretándola, mientras la manecilla se arrastra hacia la derecha, marcando las 12.

[1] O como se llamara, Hudson era un nombre que me gustaba para un río, como Faulkner.

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