martes, 9 de diciembre de 2008

- ST -

Sucede que casi vomito con la conversación. Ella insiste en la equidad de género pero distingue entre las cuentas por pagar y los derechos y toda la batahola de letanías que llegan por correo electrónico diariamente. Sucede que le quito, por primera vez en mi vida, la cuchara de la boca y la tiro lejos, hasta donde no pueda alcanzarla. Después le grito cuánto odio que chupe la cuchara después de moverla dentro de la taza y que la lleve nuevamente a la azucarera de la que todos hemos de servirnos. Nosotros somos sólo dos, me responde, ufana y con la sonrisa que alguna vez amé y que ahora odio tanto. Corro las escaleras y alcanzo a sentir algo de líquido saliendo entre mis labios pero alcanzo a llegar al baño. Adentro hay paz. El ruido del agua yéndose por la tubería me relaja. Puedo salir, echarme agua en la cara. Nadie se ha enterado, pienso. Cuando llego a la mesa, de vuelta, esperan dos nuevas tazas de café. ¿Tú pediste esto? le pregunto y dudo si he hecho la pregunta enojado, si he podido regular mis palabras para que el enojo no se muestre como un golpeteo y haya alcanzado a esconder el temblor de mi voz enojada en una casi imposible mueca de neutralidad. Sí, responde y sonríe. Su sonrisa me hace creer que se ha dado cuenta de mi búsqueda (ahora infructuosa) por ocultar mi enojo. Enojarse es igual a desnudarse, pienso. Siento una revoltura en el estómago que sube por el esófago. Me disculpo apenas y salgo corriendo al baño. Nuevamente vomito. Después de limpiarme la cara, frente al espejo, pienso, por primera vez, que ya no puedo ocultar mi odio.

viernes, 21 de noviembre de 2008

- st -

A cualquier hora del día viene una ola y se lo lleva todo:
el recuerdo de un hijo muerto,
la sombrilla de la señora gorda,
una prenda de vestir,
los ojos de quien escribe.

miércoles, 22 de octubre de 2008

A meu gatamia:

- Voy a viajar al centro de la tierra en busca de la sal de tus ojos.
- Pero... el centro de la tierra no existe.
- Entonces tengo que escribir en una hoja blanca que sí existe,
para así quedarme a vivir en tu mirada.

viernes, 17 de octubre de 2008

Yo serví a mi padre

Y era el rey. El rey de esta casa solamente, pero el rey al fin. Su reino terminaba en la cerradura de la puerta que daba a la calle. Apenas se recorría el seguro y escuchaba cómo se derrumbaba su reino. Y salía a la calle, libre, como un esclavo que corría con las cadenas retrasándome la carrera. A la tarde, volviendo de la primaria, apenas cerraba la puerta y el golpe retumbaba en las cavernas internas de mis oídos y reverberaban hasta que entraba a la casa. Ahí. adentro de nuevo en su reino, tenía que andar a gatas y comer del piso. Concierto 23 para piano de Mozart. Serví a mi padre hasta que lo traicioné: el día que vociferó por su comida caliente, serví aceite de ricino en la sopa. Más tarde, mientras dormía, habiendo pasado la diarrea, lo até a la cama. Despertó intentando gritar y escuchando sus gritos ensordecidos por la tela que separaba la boca y pegaba la lengua. Estaba vestido y con una cobija de franela encima. Comenzó a sudar. Y así lo ví deshidratarse.

jueves, 9 de octubre de 2008

Recientes apariciones con intenciones poéticas

Solamente he leído un libro en mi vida.
O tal vez dos.
No he pasado mi mano derecha por mi cabeza en los últimos minutos y es tiempo de extrañarme.
Casi es mediodía.
Guardo un libro de poesía británica en el asiento del coche.
Sí, ya lo sabías.
Y en momentos odio tanto el silencio.
Ya casi anochece.
Hoy soñaré que... (Después te cuento)
También odio al viento cuando mece las cortinas y hay que cerrar la ventana.
Y el café que se sale de la taza.
Y la noche y el estío.
Hoy arranqué el último poster de la pared del último cuarto de la casa donde nací hasta que tuve veinticinco.
La ventana sigue rota y por el espacio entre el vidro y la herrería se cuela un viento frío.
Mañana tomaré una fotografía en blanco y negro.
En la fotografía encontraremos que la calle está vacía.

domingo, 28 de septiembre de 2008

- st -

Quiero escribir pero me sale la mano temblorosa bajo la manga, la tinta se chorrea y la página se humedece negra; hay todo por decirlo y en ningún lugar puedo escribir. / Quiero escribir pero los sonidos que vienen de grandes tambores entre las paredes del cerebro me hacen llorar una lágrima, enterra la cabeza entre almohadas y cerrar las cortinas y las puertas. / Quiero escribir pero encuentro que no tengo poesía sino rescoldos, las mismas líneas repetidas, llenar paredes vacías de color y de concreto, sin ningun cabello enredado en mis dedos que me traiga recuerdos que me haga escribir sobre otra cosa menos sobre esto. O tal vez nada. O quizás todo.

domingo, 24 de agosto de 2008

Las formas en el cielo

La casa era un silencio que hacía temblar al polvo. Me repetía tu nombre una y la siguiente vez. Hoy se asomaron las formas al cielo... Tomé una después de varios intentos de pesca. La forma recordaba la silueta de la certidumbre que solamente ese mar de arriba nos deja cuando volteamos a mirarlo: ¿cuántos animales no hemos visto cruzarlo, no a veces nadando sino flotando, levitando o caminando? Y tras esta pregunta salí al jardín interior. La casa había sido construída con ladrillos rojos. Se escuchaban los graznidos de algun cuervo. La casa de afuera era un silencio que quitaba la piel de encima y me dejaba tiritando en el frío, en el escalofrío. Hubo una nube que silenciosa dejo una estela y detrás de ella las figuras que hacían tu voz...

miércoles, 20 de agosto de 2008

Lu, el Blanco y Negro y la cama sin cabecera

Las fuentes no brillan en blanco y negro. El sol se detiene antes de refractarse y prefiere marcharse a una esquina, al sombrero de una turista o, si no hay alternativa última, no refractar en ningún lado. Dicen "Fountain" aquí en Roma o en Buenos Aires o en el pueblo ese de Rumania que visitábamos. Dame la cámara, te pido y no entiendes por qué abro la puertita y saco el rollo blancoynegro y te doy uno a color. Sólo la piel brilla en blanco y negro, te digo. El resto del día lo pasé mal. Ya no recordaré en qué momento te imaginé bajo la lente, desnuda y entre click y click sonriendo. No pude ver el Coliseo sino Lu y la piel entre una sábana, los baños no eran baños sino Lu y las uñas pintadas jalando la cobija inocentemente cubriendo el busto inocentemente riéndose inocentemente, pidiendo la siguiente foto... inocente La vía apia y el cartel del Hostal donde dormiríamos, el viejo romano de la entrada, las escaleras estrechas y nuestras manos abriendo la misma puerta. El vaticano y mi mano bajo tu falda y las columnas y mi lengua cruzándote la espalda y la entrada a San Pietro y los dedos entrelazados y la Pietá y las cuatro manos cruzadas deslizándose bajo tu ombligo. La cama no tenía cabecera y tus manos se apoyarían de la pared y las cenizas de San Pedro y el resto de los papas; no pudo evitar el japonés que empujó para fotografiar mejor la capilla sixtina que dejara de advenirte brillando bajo la luz de una lámpara que venía de la calle y tu cuerpo blanco y negro y otra vez blanco que sudaba y se mojaba con el sudor de mi cámara y mis manos y mi cuerpo. Ahora la luz de la lámpara se detiene justo a la orilla de tu piel. La piel tampoco brilla en blanco y negro: es más bien azul, tiene colores horrendos. Sabe mejor a ciegas.

sábado, 16 de agosto de 2008

Lu y nuestra señora de los gatos

Lu siempre pensó que Esther estaba un poco loca. Mirá que eso de tener un gato en la mesa de la cocina, alimentarlo, darle la leche en un recipiente como si fuera otro de la familia, decía. Yo casi no me preocupaba en Esther... ni en Steven. Cuando viajábamos a Irlanda prefería beber las Guinness que no bebía en Buenos Aires. No saben igual, siempre dije. Lu me miraba con esa cara de - tontito que sos - y me pasaba la mano por el cabello. El poco cabello que me quedaba. Esther preparaba salchichas, huevos, pan tostado, té, ¿qué? preguntaste - Que si la cama estaba un poco dura, que si el frío, cualquier cosa era un buen pretexto para llamarte la atención. A veces creía que te ibas lejos, Lu en la campiña irlandesa, Lu sobre una oveja y la oveja quejándose, Lu sentada en el porche de la casa. Esther se sienta junto a ella. Le ofrece un cigarro. Fuman. Nuestra señora de los gatos le pasa la mano por la espalda.

viernes, 15 de agosto de 2008

Lu y el piso de abajo

Lu vive en el piso de abajo. Lo que reduce las opciones a que yo viva en el piso de arriba. Es difícil ya que siempre que bajo busco encontrarla. A veces está escuchando música muy alto y no escucha cuando toco a la puerta. Otras veces ha salido y yo, por vivir en el piso de arriba, no me entero. Ella sabe que yo me preocupo cuando sale así que toca su techo, que es mi piso, con un palo de escoba, Cuando toca dos veces significa que se va y cuando toca tres veces significa que ha llegado. Los fines de semana no es necesario utilizar el código: ella duerme en el piso de abajo conmigo o yo duermo con ella en el piso de arriba. Por eso prefiero los fines de semana. Aunque, en ocasiones, vamos al cine de trasnoche y yo estoy tan cansado al llegar que no puedo subir hasta el piso de arriba y me quedo, con ella, a dormir en el piso de abajo. Creo que ya está sospechando que lo hago a propósito... Mmm... Tal vez será mejor que uno de los dos nos mudemos.


jueves, 14 de agosto de 2008

Lu y las canciones infantiles... (borrador 1)

Lo mejor fue que durmieras. Tuve que bajarme de la cama, escurrirme de las cobijas y dejar atrás el abrazo de tu cuerpo para irme al salón de la televisión, arroparme entre sudor, frazada y escalofríos. A veces duermo con la televisión prendida. Soñé que charlaba con una que fue mi vecina y que alguien vivía en la casa donde viví. Soñé que tenía un revólver en la boca y que el frío del cañón me hacía dudar pero al final disparaba, y sentía como mi cuerpo se relajaba en segundos, como si cayera en agua, y pensaba "ésto es estar muerto", pero al final abría los ojos, casi de golpe y al despertar me dí cuenta que no había muerto y que tú seguías dormida a mi lado. Lo mejor fue que roncaras, así podía tener un pretexto para moverte, poner tu brazo sobre mi pecho y poder con mi mano derecha acariciarte suavemente la cabeza cuando la próxima oleada de ronquidos viniera.
- ¿Ronqué? - preguntaste. El café con olor a canela llenó la habitación. Sonriendo te extendí la taza: - ¿Lo preguntas de verdad?
- Vamos a recorrer todas las líneas del subte - sugeriste. No sabía si la tos sería motivo de vergüenza entre tantos pasajeros, más aún, pasajeros en invierno que buscan resguardarse entre abrigos y bufandas, evitando todo contacto de fluidos ajenos, pequeños microbios e incluso miradas.
- Vamos - contesté.
La plaza Italia no tenía palomas. Los gatos del Botánico no venían con uno nunca, aunque los alimentara de las croquetas más caras, con pescado o pollo. Íbamos de la mano como hacia un naufragio, como si precediéramos que bajando a los túneles ya no habría marcha atrás. ¿Qué otro animal en el planeta conoce su destino y se tira al vacío sabiendo que puede evitarlo? Tus ojos se escondían tras las gafas oscuras, esas que casi no usabas porque... - no tengo nada que ocultar-. Aún así, la prescripción médica solicitaba que la luz del sol tuviera el menor contacto directo con los ojos. Esto habíamos discutido alguna vez, en algún café, sobre alguna acera: - El sol se refracta en todas partes - decía yo. - ¿Y las sombras qué hacen entonces? - decías tu.
A las 5 pm ya habíamos recorrido más de 20 estaciones de subte. Un hombre sin un ojo nos había querido leer las cartas afuera del tren y una llamada a tu teléfono móvil te había provocado tirar el teléfono a las vías. A las 6 pm salimos a comprar unos panchos y regresamos. Estábamos autotraicionando el acuerdo pero más que cualquier acuerdo en el mundo está satisfacer el hambre.
¿Y si dormimos acá abajo? preguntó tu voz que me recordaba a una frazada, a una sábana de franela arropándome en invierno.
Dale, respondí.
Dale, dale, pensé, en México no decimos dale. Chale. Dale dale dale, no pierdas el tino, canté en voz baja.
- ¿Qué cantás?
- Nada, una canción infantil de allá
- Dale, cantámela...
- No sé, me da pena...
- ¡Qué no! ¡Dale, cantámela!
Y así el dale dale dale y tu risa y esos pómulos creciendo como niña ante una nueva paleta. Y aquí entraron dos hombres con gabardinas negras. Cualquiera que los viera pensaría que eran asaltantes, corruptos, ex-policías, ladrones. Solamente una estación recorrieron. Tú seguías canturreando algo. Te recargaste en mi hombro. Te quedaste dormida. En el tren no roncas, afortunadamente. Entraron una mujer y un hombre, creo que tendrían 40, usaban abrigos. Irán a la ópera, pensé. Discutían. Casi no salían y cuando salían discutían. Eso lo supe por un reclamo de ella. Luego una bofetada que se extendió por todo el vagón. Casi no había pasajeros pero una viejecita del fondo volteó con susto. En la siguiente estación bajaron. No quiero llegar a eso, te dije en voz baja. Me respondió un pequeño ronquido tuyo. Me abrazaste. Una prostituta entró. Vale, no sé si lo era pero supongo que lo sería: la falda corta y mallas como red de pescadores, escote pronunciado, el cabello teñido de rojo y naranja, los labios aumentados y la mirada... Te dije alguna vez, hay miradas que no entiendo y las de las putas es una de ellas. Un hombre maduro la abordó. No alcancé a escuchar la conversación pero 3 estaciones después bajaron juntos. Al salir ella me guiñó un ojo. Sonreí sarcásticamente. Tu cabeza ya estaba en mis piernas para entonces. El resto del trayecto me dediqué a leer la publicidad. Y a pensar en cómo decirte que teníamos que dejar de vernos, a pesar de mí, de tí, de nuestro eterno aburrimiento. Lu... no sé cómo... No: Lu, mira es que, me gustas mucho, me encantas pero sucede algo... Lu: a mí siempre me gustó que nos riéramos y anduviéramos por la calle contando cuántos hombres con bisoñé veíamos pero es que ahora tras tantos años... Lu: ¿de verdad eres feliz conmigo? Lu: ¿por qué no nos vamos de esta infernal y grisácea pocilga? Lu... encontré ya el fin del mundo, ¿por qué no nos largamos ya? Lu... alguna vez pensé en dejarte pero ya sé que nunca podré hacerlo. Y luego yo a mí, el yo que siempre se pone frente a mí, como un analista con cara de Woody Allen: A usted le corroe la codependencia, es la segunda piel que tiene Usted. Y yo respondiéndole a Woody algo como: no, la codependencia es una característica que cada ser humano tiene, es como la simbiosis, como los animalitos esos que viven en los rinocerontes y se comen los insectos que les hacen mal y esas cosas. Y Woody responde que ellos no tienen conciencia. ¿Y usted cuando se enamora tiene conciencia doctor? Y su sonrisa es tan irónica que ya conozco la respuesta: Una cosa es tener la conciencia y otra evitarla. Pero yo pienso en lo que hago y Woody me pregunta que quién soy yo. Nunca lo había sabido hasta ahora. Te miro durmiendo en mis piernas y sé que no he sido más que tú y que me olvidé casi de mi nombre. Todos los días salgo a la calle sólo a buscarte. Cuando nos encontramos ya no tengo oficina ni familia. Tu hambre es mi hambre. No soy feliz si no eres feliz, si sonríes tu mi reflejo es sonreir. - Vamos al subte. Lo dijiste tú, no yo. Aunque no está tan mal... me gusta estar aquí abajo con vos.

Cuando despertaste eran casi las 11pm. En una hora cerrarían el subte.
- ¿Qué hacemos ahora? preguntaste.

martes, 12 de agosto de 2008

Lu en Plaza Italia

Tu cabello apenas destella y ya corro,
enloquecido tal vez.
El sol se estrella en tus ojos,
baja por el subte y sale en la siguiente parada.
Se escucha a lo lejos la voz de Armstrong.
Quiero cruzar la calle pero hay un océano
entre tu mano y la mía.
Busco algun tronco...

El rojo de tu cabello, un hilo, lo tengo entre mis dedos:
Doy un paso al océano...



jueves, 17 de julio de 2008

Aquellos ladrones viejos, sobre el documental de Everardo González


El honor, por muy irónico e irreal que pueda parecer, era la base de un código que regía entre los ladrones de la década de los setenta. Incluso de los ochenta. Pocas eran las traiciones y más pocas eran las acciones violentas injustificadas. Los ladrones, según el imaginario que Everardo González (afortunadamente su segundo apellido no es Iñárritu) nos otorga en Los Ladrones Viejos... eran otros; si bien no todos ejercían el oficio del robo con un sentido de justicia bajo el brazo como lo mediohacía el protagonista chuchoelrotiano de este filme, El carrizos, acaso el segundo ladrón más famoso de México, al menos la gente no moría tanto como ahora muere por unos cuántos miles de pesos. Favor de no preguntar cuál es el primer ladrón más famoso.
Entre recreaciones y una hoscosa investigación tanto de imágenes como literaria navega este filme, cuyo resultado no es, por fortuna del espectador y ética del propio realizador una telenovela lacrimógena como bien pudieran hacer los realizadores que trabajan en alguna de sus fuentes, realizando cualquier reportaje de noticiario nocturno, ni tampoco es el resultado un teledocumental que sólo podríamos ver las noches de los sábados por televisión abierta veintidosera; si bien festivalear es una forma, la aproximación al respetable (público) está limitada (de verse así) a un circuito comercial en el que esperamos, realmente esperamos, verla circular en este 2008. ¿Pero cuál, oh, cuál es el motivo del director para contar esta historia? Afortunadamente la pretensión, de existir, no es obvia ni burda: la anécdota de un ladrón introduciéndose a la casa particular del presidente de la república es suficiente para investigar y hacer una historia. Mejor aún si hay involucrada una trama de traición, de corrupción, de ¨sospechosismo¨. Ver a los ladrones en su estado más voluble (presos) y aún así permanecer con la cara en alto, es una de las cualidades de esta necesaria pieza para nuestra contemporánea cinematografía y que ahora competirá por el ariel para la mejor película, caso inédito en la historia de los documentales mexicanos. Más que la pérdida del honor, de la reflexión a los contextos sociales que parecen tan diametralmente opuestos a pesar de distar 30 años de ese ayer a este hoy, más allá del acercamiento a la nostalgia de las ¨grandes épocas, el ¨bottom line¨ de Los ladrones viejos... es la intrincada y simbiótica relación entre policías y ladrones, que sin corrupción en nuestro país no podría existir, como si fuera esta la masa que hay entre ¨ambos bandos¨. Ya como chapuzoncito al pasado, como material de consulta, de recreación o, sobre todo, de concienciación, Los ladrones viejos... es un filme obligado. Se pudiera concluir en dos grandes momentos el documental: el primero, cuando un entrevistador televisivo increpa a El Carrizo(s), preguntándole si se arrepiente de ser un ratero, a lo que él, con entera dignidad y en irreductible defensa de la justicia nominal, corrige: Ladrón, señor. El segundo, concluyente en todos los sentidos, no sólo en lo explícito del diálogo e imágenes, sino en la puntadeliceberg que es de un acto de extorsión, si escudriñamos un poco: una reportera le pregunta a un niño ¨de la calle¨(quien evidentemente vive al día), que qué pasó con su caja de boleo, el niño llorando responde a las preguntas de la reportera: el inspector se la llevó. - ¿Y te la va a regresar? Palabras más, palabras menos, responde: sí, pero en dos días.






Sangre en los Coen

Su primera película tendría en su título una suerte de advenimiento, que con el tiempo se iría disipando. Blood Simple, cuyo título literal debería ser Sangre simple, Sangre sencilla, ó Sencillamente sangre, en todo caso, en su momento atrajo las plumas de la crítica y habían nacido un par de hermanos que después vivirían una carrera profesional envidiable y, sobre todo, discretamente exitosa. Mirando desde lejos, la carrera de los Coen no es precisamente una carrera sangrienta, al menos no a lo Gore. Por fortuna, los pocos momentos que realmente podrían ser catalogados como tal no lo son, y se sitúan perfectamente en un entorno en que se justifica la violencia, la sangre. El resto de la historia en la que sucede este momento es una minuciosa búsqueda de lo que sucedió antes y después del asesinato en sí. Cuando de asesinato se trata, como es el caso de la película Fargo. En realidad, la gran mayoría de sus películas podrían catalogarse como películas sin una gran trascendencia metafísica o poética, sin una exacerbante superproducción, sin una propuesta de rompimiento de paradigmas. Esto, precisamente, es lo mejor que saben hacer los Coen: sus películas no se recuerdan en los sueños sino a la hora de la comida o charlando con un whiskey y un cigarro. La elegancia alrededor del hecho, de la equivocación, del personaje, de la muerte es lo que permanece en los Coen y, por fortuna, hacen que una imagen sangrienta nos parezca hermosa. Uno de los momentos más álgidos en donde encontramos esta habilidad de denostar la capacidad estética en simbiosis con la argumentativa se encuentra precisamente en Fargo (1996). La ineptitud que lleva a un hombre desesperado a urdir un plan que no le saldrá bien es condimentada con la crueldad de uno de los seudosecuestradores (Peter Stomare) y rematada con la frialdad de la sangre sobre la nieve. La inocencia y la justicia se han quedado en otro plano, en un mundo que no conoce más que injusticia y crueldad, que no sabe de las reglas de convivencia que se supone sirven para que los humanos no se maten entre sí. La realidad, demostrada en esta adaptación a la pantalla, es más exacta que cualquier historia de ficción inventada por cualquier escritor de la historia. O casi. El libretista, en este caso, es primero el reporte de la noticia y después Joel Coen. El director es, primero, el destino, la suerte, el karma o quiensea y después Ethan Coen. Un hombre en bancarrota tanto económica como de estima propia tiene que elucubrar un estúpido plan para poder salir de ello, sin tener que molestar a su suegro, de quien depende totalmente. Decide, estúpidamente, mandar secuestrar ficticiamente a su esposa y pedirle al padre una cantidad lo suficientemente pequeña para no molestar a sus cuentas bancarias y lo suficientemente grande como para solventar las deudas. Y el plan sale mal. Aburrido sería que saliera bien, al menos para los Coen. Aburrido también sería que sólo se preocuparan del error, pues el error sólo llevaría a escribir la nota roja y comentarse en una charla de sobremesa. Lo atractivo no es el error, entonces, sino la miseria de los personajes y la crueldad de las consecuencias. Lo atractivo es que los hombres no tienen poder sobre las circunstancias y si existiera un destino su destino sería la mismísima catástrofe. Lo atractivo en Fargo es la curiosidad que nos otorga la leyenda primigenia donde se advierte que lo que veremos no es una invención, sino una reconstrucción virtual de los hechos. Lo atractivo es que abrimos la plana donde viene la noticia, leemos la recomposición de las acciones realizadas por los involucrados, podemos recordar incluso a Capote, y después dejarnos ir por la corriente propia de los hechos. Al dejar de ser los primeros autores se encuentran, los Coen, con la enorme posibilidad de dar el giro deseado, siempre respetando los personajes y los hechos, sin traicionar, de forma que no tengan un enlace sentimental con la historia misma, como sucede tantas veces con los escritores y sus historias. Si Fargo es el mejor ejemplo de lo que sería una película de Nota Roja (que lo es, al ser sido basada en un caso real), una escena de esta película es entonces el mejor ejemplo de lo que sería el momento Gore de los Coen: un pie asomándose por una trituradora de madera. Que no es Gore, por fortuna, porque este es otro gran ejemplo: que para imaginar el destazamiento, la pérdida de órganos, lo salvaje de una muerte, no necesitábamos más que una sencilla imagen. El resto será la resolución, el desamparo, los suspiros ante lo sucedido. Fargo nos ayuda así con otro ejemplo (de tantos que son) para interpretar la realidad que se convirtió en nota roja y después película: la vida, para algunos, está sencillamente jodida.

lunes, 7 de julio de 2008

El fingidor

Al despertar finjo que no tengo frío aunque mi cuerpo esté tiritando y cuando abro la ventana finjo que no veo la lluvia y que no escucho los cántaros llenarse de gruesas gotas otoñales. Al fingir que escucho mis pasos resonando por ese pasillo que me llevará a la calle, finjo que saludo a la casera con una sonrisa amable y cuando encuentro la ciudad finjo que la quiero tanto y le escupo en la cara del asfalto. Cada mañana que tomo el tranvía finjo que leo, entiendo y acepto los anuncios del gobierno que rezan sobre el inminente cambio y cuando abro la puerta de la cafetería finjo que trabajo. Al mediodía finjo que como un emparedado que me ha preparado mi esposa; solamente Sayas, el dueño, sabe que no la tengo y que he tenido que salir a buscarlo a los sobrantes de la fonda que está a unos pasos. Llego a casa muy tarde, fingiendo que vengo cansado y al dormir finjo que soy ser humano y que sueño con animales, sobre todo vacas, perros y los que han acompañado a los demás durante tantos años. Los fines de semana, cuando estoy sólo, finjo estar acompañado y le sirvo un té a mi madre que murió hace años. Al sonar el golpe de los nudillos de la casera sobre mi puerta finjo que estoy fuera y cuando pasa la nota de cobranza por abajo de la puerta finjo que soy ciego. Cada primer Martes de cada mes finjo que soy desempleado y en la oficina de gobierno finjo que busco trabajo, en la siguiente oficina finjo que soy viudo y a Sayas ya no puedo fingirle más y termino por pagarle los cafés del mes, un par de periódicos y cigarros.

jueves, 3 de julio de 2008

Cruzar la calle por la mañana

Lo primero que pienso es que antes de cruzar la calle debería preguntarle al señor del periódico qué hora es, para saber si tengo tiempo de ir al banco antes de que se llene, después ir a comprar mi café de la mañana... pero el periodiquista me vende la edición de hoy y encuentro una noticia que me hace regresar a mi casa. Tomo de mi café y hago llamadas donde les informo a mis más cercanos amigos de mi imprudencial muerte, de los ojos marrones de la empleada del café que me sonrió y de cómo no escuché el chillido de las llantas del coche.

lunes, 16 de junio de 2008

Restos de un reciente sueño

Más que mis manos sobre tus pechos desnudos eran mis dedos deshojando un par de magnolias. Más que mis labios lamiéndote la espalda eran veinte mil pequeñas gotas deslizándose por la la superficie de la luna...

miércoles, 21 de mayo de 2008

Benvingut(a)

Un árbol se rompe en dos y una mitad, la enclavada a la tierra, se queda y la otra cae o tal vez vuela; en ambas está el olor de tu cuello a recién bañado, tus manos de arquitecta recién maqueteadas, tus grandes ojos de elefanta y tu manera de andar, entre segura por saber a dónde vas y temerosa de pisar en terreno frágil. Tu cuerpo es una casa que ya no miro. Ahora pides en el café del mediodía en vienés y escuchas ópera en el baño. Te subes a un tranvía, yo me bajo de cualquier auto. La temperatura baja y el viento es cada vez más lejano. Subes por Europa como por cualquier peldaño. A mí me cuesta esperarte, pero ya despierto y es medio año, escribo Benvinguta en una cartulina, la pego a la entrada de tu casa, compro botellas de vino tinto y me siento a esperarte, cansado.

domingo, 4 de mayo de 2008

Volver a hablar con estas palabras

Mi silencio no ha sido decisión propia, sino el desafortunado desenlace de una serie de eventos encadenados de forma tal que no alcanzo a comprender o recordar, pero que concluyen en estos días de silencio, sin haber cantado con palabras que llenan estos espacios blancos. Mismo silencio que si hoy se rompe es porque tu mirada, que es hasta ahora lo único que conozco de tí, me ha dictado dulcemente y sin saberlo estas palabras. Se rompe el silencio como se rompe el más delgado lago congelado, como rompe el paso de la luz una persiana, como rompe la tranquilidad de un vaso una gota de agua. Así, como tu nueva presencia en mi vida, de tan bella, de tan dulce, rompe mi silencio y me hace volver a hablar con estas palabras.

martes, 11 de marzo de 2008

De vuelta al callejón

Este callejón donde platicábamos el gato y yo,
este suspiro que trae tu nombre a rastras,
este color rojo que sólo en tus labios canta,
esta computadora que contiene tantos pasillos...

Esa luz que parece respirar al fondo,
ese fondo del vaso que ya está seco...

domingo, 9 de marzo de 2008

Domingo 9, 21 hrs.

Lo primero que hago es alejar la imagen. Después vuelvo a acercarla y al alejarla de nuevo lo confirmo: me recorre eso que llaman miedo por la espina dorsal, esas analogías burdas que me nacen cuando algo me sorprende demasiado y como hoy, hacía tanto, pero tanto que no me sorprendía demasiado... Será que estoy envejeciendo, será que busco estar enamorado, será que es domingo 9 y son pasadas las 9 pm, pero apenas encontré esa fotografía donde está tu cara sobre tu mano y tu mano sobre algo que creo es tu cama, y será que al acercar más la foto tu cabello que de tan negro está revuelto y no importa que no haya peines a la mano, será que en la fotografía le sonríes a tu cámara que es lo mismo que decir a tí, será que estás en tu cuarto y tienes todo el tiempo del mundo, será que tu mirada es un arpón y un suave y dulce disparo, será que a esta hora y en blanco y negro se reconocen más los labios y será que esta foto es distinta a todas las demás pero ahora y hoy, cuando son casi las 10 y me doy cuenta que llevo más de media hora mirando esta fotografía, termino por preguntarme: ¿qué habrá pasado? - Para D.

jueves, 28 de febrero de 2008

... y entonces, los labios

Sólo hasta hoy y tras largos años pude imaginar el momento como si fuera agua cayéndome en las manos: tu cara temblando frente a la mía, los labios humedecidos, esa piel que no da lugar a la fricción cuando está bajo mis dedos, tus ojos más pequeños del mundo, mis labios que tiemblan y no tiemblan, el momento que ya no permite que huyamos, que el reloj marca cualquier hora y el siguiente minuto ya no importa, mañana no importa, la ciudad no importa, quiénes somos no importa, sólo importa esa fruta que comemos al mismo tiempo, que absorbemos con nuestros labios que ya tampoco importan y dejan de saber que son labios...

viernes, 11 de enero de 2008

Revólver

Al final de la habitación vacía, el sonido del tambor del revólver sigue raspando el silencio.

jueves, 10 de enero de 2008

Cuento que busca título

La casa donde he vivido los últimos 90 años, cruje.

martes, 8 de enero de 2008

Días de perros

Joaquín todavía no entendía lo que que había hecho.
Atónito, hincado sobre la sangre que rodeaba a las
tijeras para cortar pollo, sus rodillas reposaban
sobre el charco que rodeaba el cuerpo de su pastor
alemán. Su respiración agitada, el sudor impregnándole
el cuerpo y el olor del miedo llenándole la nariz
reiteraban la muerte. Matar a un perro equivale a
matar al último ser en el mundo en el que uno puede
confiar. Joaquín trató de revivir al perro, agitándolo
frenéticamente, sacudiéndolo, gritándole por su
nombre. Todavía resonaba un chillido, como un eco que
martillaba el interior de su cabeza. Se levantó.
Sintió las rodillas húmedas. No se enteró en qué
momento las tijeras estaban en su mano, ni cuando
había comenzado a limpiarlas. Automáticamente fue por
un trapeador y con mucho trabajo limpió el piso,
arrastró el cuerpo del perro hasta el jardín trasero y
a la fecha no recuerda cuánto tiempo le tomó
enterrarlo. Al mediodía ya sabía qué responderle a su
mujer: dejar la puerta abierta sería la mejor
estupidez que justificaría la ausencia del más querido
miembro de la familia. Los llantos, gritos y reclamos
durarían una semana, por lo menos... después vendrían
los nuevos deseos, un perro nuevo, una perra tal vez.
Pasados los 3 meses obligatorios de luto ya habían
adquirido una fox terrier. Menor tamaño para un luto
más corto, como si fuera proporcional el volumen con
el cariño. Casi la bautizaron. Desayunaba jugo de
naranja. Él había pensado en la idea: ¿y si le
servimos un poco? El confort que el pastor alemán pudo
tener alguna vez ya era desmedido en la nueva fox
terrier. No supo como llegaron a tanto, a servirle en
bandeja de plata. Los gemidos del pastor alemán ya
eran lejanos y olvidados, igual que las noches en
vela. Ahora era insoportable ver los bigotes de la fox
terrier mojándose en jugo de naranja o lamiendo
mermelada de frambuesa. No soportaba ver la mitad de
su ración de pan tostado en el plato de la perra.
Cuando durmió por primera vez sobre su albornoz,
comprendió que tenía que terminar con eso. Compró el
veneno en la miscelánea. La perra agitó su cuerpo y
mostró la lengua morada después de algunas horas, aún
de mañana. Joaquín se mordió las uñas nervioso,
tratando de adivinar cómo una perra tan casera podría
haberse fugado. Silvia llegaría en cualquier momento.
Tendría que inventar alguna muerte que no requiriera
autopsia. Pensó en el triturador de basura. Fue hasta
la habitación y extrajo una bata. Ya no pensó en
desmembrar a la perra, ni tampoco en cómo carajos
podía haber llegado la perra a la trituradora. Dos
semanas después Silvia ya había asimilado el ilógico
accidente. Joaquín no soportaba los agudos ladridos
del chihuahueño, pero aún así temía por sí y confesar
los asesinatos sería su ruina. Salir avante equivalía
a una autovaloración. Qué tanto podía hacer un
chihuahueño, aparte. Un mes después la cara de Joaquín
había sido cubierta por pequeñas banditas blancas.
Retumbaba entre los oídos cada zumbido del timbre que
precedía a una interminable ola de agudos ladridos. Ni
un ¡Cállate! era suficiente, ni dos ni veinte. Incluso
podría patear al perro y este seguiría ladrando,
incansable. Las mordidas en su cara habían sido
mientras dormía y no entendía aún cómo es que no podía
reaccionar golpéandolo, patéandolo o sencillamente
azotándolo contra la pared. El chihuahueño siempre
estaba en los brazos de Silvia y apenas ella lo
descuidaba unos minutos éste salía corriendo a
incrustarle a Joaquín los dientecillos. Silvia entre
pequeñas risas le curaba las heridas. A la noche el
chihuahueño se retorcía en sueños a la mitad de la
cama. Ya no podía abrazar a Silvia sin escuchar un
rugido del chihuahueño. Ya habían pasado 6 absurdos
meses. El verano era feroz. La cabeza botaba de un
lugar a otro. Se abrumaba fácilmente. Joaquín tenía
que descansar junto al ventilador. Iba a la cocina por
una cerveza cuando sintió el hocico en su pantorrilla.
Fue instintivo: tomó las tijeras que estaban sobre la
cocina, casi igual que como había hecho el verano
anterior.

jueves, 3 de enero de 2008

Yo y el gato de alguien más

Sobre una fotografía de Henri Cartier-Bresson.

For Clocks.

Al final del callejón estoy al principio del mismo, que es donde he encontrado el gato de alguien más. Vos, en estas calles, tan parisinas, tan no más románticas, tan donde me hubiera encantado volver a conocerte. Vos y estas calles narradas en una novela que estoy por regalarte, como este cuento que te escribo, como tantos que te escribo. Ahí estoy yo y el gato que me maulla, en quedito, como yo, que también soy un gato arrastrando las patas por este pantano urbano. Al principio del callejón hay una foto donde estamos yo y el gato de alguien más, un gato que en realidad no tenía dueño, como yo. El gato vuelve a decir -miau- y lo entiendo: en el mundo hay que estar solos, como están los gatos, las calles, las ciudades en 1o de enero, las puertas en invierno.
Y vos, en esa foto, tomas el gato de alguien más en tus manos, lo abrazas, maulla, se van. Y después me dejas solo.