lunes, 2 de abril de 2007

Stephen y el esclavo

El interior del faro apenas tenía la suficiente luz como para iluminar las escaleras que se perdían hacia el interior de una boca cilíndrica, cuyas paredes frías y húmedas desprendían un olor a mar encerrado por siglos, igual que el olor de los que ahí habitaban. Las olas rompían del otro lado de las paredes. Casi amanecía cuando Stephen hundió sus manos en la masa por vez primera. El sonido de las cadenas contra la escalera metálica se volvía ensordecedor mientras iba subiendo el esclavo, arrastrando su aliento a cada paso, gimiendo e implorando en algo que alguna vez fue un idioma. Hace años que no viene un barco, reflexionó Stephen mientras le extendía una mano al esclavo para terminar de subir las escaleras – no sé por qué te sigo manteniendo. El esclavo hizo un sonido de afirmación y después siguió apretando los dientes en silencio. Stephen lo miró caminar hasta la vela y reducir el ministro de combustible, hasta que el faro se apagó por completo. La hornilla estaba caliente ya. Stephen extendía la masa en la parrilla. - ¿Tienes hambre? – le preguntó. El esclavo respondio con el mismo gemido. Dos platos, té y un par de servilletas. Amanecía ya. El gato llegó, como casi cada mañana, con un pájaro sangrando entre los dientes. Stephen ya no hizo un esfuerzo por regañarlo: masticaba en silencio, mirando al esclavo comer con las manos, muy lentamente, el pelo cayéndole por la cara, la barba casi manchándose con la miel. Un leve cosquilleo recorrió el pecho de Stephen. Miró resplandecer la hoja de la navaja de afeitar. Miró donde estaría el cuello del esclavo. Siguió masticando y pensando, tan lento que casi masticaban el esclavo y él al mismo ritmo, mimetizándose con el ritmo del mar, con la cadencia de las olas que se estrellaban con menos fuerza, cada vez con menos fuerza mientras el día, reflejándose en la navaja, comenzaba a amanecer.

11:59

11:59

La manecilla indica el minuto previo a las 12. Joaquín me pone la mano en el hombro. La ciudad desde tal altura no es la ciudad que vivimos a diario, la de los olores, la de la multiplicidad de razas, como en mi sueño en que todos se detenían y orinaban al mismo tiempo. Joaquín sonríe. El río Hudson[1] va hacia el Océano y desde lo alto las velas de los barcos se ven inútiles. – Ya es hora – dice Joaquín con su voz ronca, de asperidad desconocida por mí hasta este momento, en el que entiendo cual es su plan, si es que <> puede llamársele. La corriente del río se detiene en una serie de altas compuertas, lo cual mantiene su serenidad. Hacer explotarlas, para mí, no es el mejor plan. Los pequeños botes navegan como en un videojuego, automáticamente. Joaquín ya había decidido ser terrorista antes que empresario y eso me atrajo a él. Tomados de la mano, a cientos de metros de altura, comienzo a dudar de si mi atracción es del todo coherente. Casi ninguna mujer con la que haya platicado se enamoró de un tipo políticamente incorrecto. Este país los ahuyenta a todos. Joaquín mira con sus ojos verdes casi irlandeses. A lo lejos el Océano despierta. El plan, hurdido por él, es tan simple con inocuo: que se vaciara el Hudson y se fuera todo al Océano. O a la mierda. No sé por qué, empiezo a temblar al momento de ponerme la mano en el hombro... todo el tiempo, desde que comentó por primera vez su plan, con voz muy baja, aliento a cerveza y cigarrillos negros, imaginé que era un tarado. A veces, cuando comíamos, me contaba cómo crearía un desastre financiero la huída del Hudson. ¿A quién carajos se le podía ocurrir semejante estupidez? me preguntaba mientras lo besaba. Corríamos como niños bobos por las calles de piedra rojiza, nos robábamos sólo ciertos libros, bebíamos el té de un solo origen. El plan, siempre, era lo único que tenía como esperanza y por ello soportaba: los planos, los tiempos muertos, las fotografías de los empleados portuarios. ¿Alguna vez escuchaste hablar a un loco, un payaso, un mal actor? le preguntaba mientras sonreía, preparándole tostadas con miel de maple. Sí, como yo, respondía irónico. Joaquín se burlaba de mis burlas, como un espejo deforme y sucio. La niña rica, la nueva artista, la doctora en el periódo clásico de la grecia antigua. Sí, le respondía con pequeños golpes en los hombros, arañazos, arranques de ropa; así descubrí su tatuaje, que hasta ahora no me ha interpretado. El Hudson parece correr lento, aunque no corra, flota, su movimiento parece oscilar. Los pequeños botes navegan inocentes, desenfadados. Joaquín llama por teléfono, responde con frases cortas, como finiquitando algo. No sé por qué pero comienzo a temblar. Ahora lo afirmo: tengo miedo. Joaquín cuelga y sonríe nuevamente. ¿Quién era? pregunto como dice él que preguntan todas las mujeres en cierto momento. Nadie, contesta y me toma de la mano, apretándola, mientras la manecilla se arrastra hacia la derecha, marcando las 12.

[1] O como se llamara, Hudson era un nombre que me gustaba para un río, como Faulkner.

Los sonidos del amanecer

Una grúa de varias toneladas. El chillar de un viejo camión. Los neumáticos sobre el asfalto. El lejano zumbido del generador eléctrico. La licuadora. La lavadora girando dentro de sí misma. El radio del vecino. El agua de la regadera. La bomba que surte de agua al edificio. La campana de la basura. El pasador de la puerta del garage rechinando de tanto óxido. Un motor del ’85 encendiendo. El agua de la regadera cayendo por la tubería. Siempre una lejana sirena. Un helicóptero, cercano, que se aleja. El sonidos de las pantuflas de la vecina bajando por la escaleras. Algunas herramientas cayendo. El timbre de una casa, chirriando. Un sobre cayendo al buzón.

Anuncio de Televisión

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Entrevista con un cartero

Sí señor, correspondencia hay poca. Poco importa ya: la gente ya no existía desde hace mucho.

Estos días, parte 2

Hubieron tiempos mejores para estas casas, dice el intendente del municipio mientras pateo una piedra que va a dar hasta el zaguán de una casa y golpea estrepitosamente la lámina. Afirmo con un desabrido mh mh, mientras un par de borrachos se acercan a saludar. Me cuesta trabajo creer que el sol maldito del mediodía no haya tumbado todavía a estos. Vayan con Dios, los despide amablemente el intendente y la señora del número 76 nos sonríe mientras cruzamos por el frente de su casa. El polvo que se levanta tras barrer nos hace toser, pero aún así el intendente va a saludarla de mano y preguntarle por su madre enferma. Pocos días. Sigo pensando en la respuesta mientras pedimos la cerveza en la barra. ¿Qué será eso de tener pocos días de vida? Al intendente le vuelven a servir un mezcal y ¿para mí? creo que ha sido suficiente. La noche se ha quedado fría. El intendente se ha besuqueado con las dos prostitutas y me cuesta trabajo regresar al hotel. Incluso no recuerdo cómo regreso. Al despertar reviso las fotografías en mi cámara y no recuerdo quiénes son las personas que he fotografiado, saludando al intendente, saludándome a mí, brindando con nosotros. Tampoco recuerdo la mujer cuyos labios han manchado el lente de mi cámara... incluso desconozco las manchas, no había visto el corpiño. El intendente yace en el suelo, aún borracho. El interrogatorio intenta hacer una secuela de las acciones aunque en realidad no tengo las respuestas a todo. Supongo que la gente desaparece, así, sin dejar rastros de sangre. El intendente se quedó en la cantina y yo me regresé a pie hasta mi hotel. No señor, le juro por mi madre que no recuerdo más. Ahora tendrán que traer a otro intendente, claro. No será fácil señor, me dice el sargento. Claro. Es que usted sabe, ya van tres en el año que desaparecen y después cuesta trabajo que alguien quiera ser intendente. Claro, digo.