jueves, 17 de julio de 2008

Aquellos ladrones viejos, sobre el documental de Everardo González


El honor, por muy irónico e irreal que pueda parecer, era la base de un código que regía entre los ladrones de la década de los setenta. Incluso de los ochenta. Pocas eran las traiciones y más pocas eran las acciones violentas injustificadas. Los ladrones, según el imaginario que Everardo González (afortunadamente su segundo apellido no es Iñárritu) nos otorga en Los Ladrones Viejos... eran otros; si bien no todos ejercían el oficio del robo con un sentido de justicia bajo el brazo como lo mediohacía el protagonista chuchoelrotiano de este filme, El carrizos, acaso el segundo ladrón más famoso de México, al menos la gente no moría tanto como ahora muere por unos cuántos miles de pesos. Favor de no preguntar cuál es el primer ladrón más famoso.
Entre recreaciones y una hoscosa investigación tanto de imágenes como literaria navega este filme, cuyo resultado no es, por fortuna del espectador y ética del propio realizador una telenovela lacrimógena como bien pudieran hacer los realizadores que trabajan en alguna de sus fuentes, realizando cualquier reportaje de noticiario nocturno, ni tampoco es el resultado un teledocumental que sólo podríamos ver las noches de los sábados por televisión abierta veintidosera; si bien festivalear es una forma, la aproximación al respetable (público) está limitada (de verse así) a un circuito comercial en el que esperamos, realmente esperamos, verla circular en este 2008. ¿Pero cuál, oh, cuál es el motivo del director para contar esta historia? Afortunadamente la pretensión, de existir, no es obvia ni burda: la anécdota de un ladrón introduciéndose a la casa particular del presidente de la república es suficiente para investigar y hacer una historia. Mejor aún si hay involucrada una trama de traición, de corrupción, de ¨sospechosismo¨. Ver a los ladrones en su estado más voluble (presos) y aún así permanecer con la cara en alto, es una de las cualidades de esta necesaria pieza para nuestra contemporánea cinematografía y que ahora competirá por el ariel para la mejor película, caso inédito en la historia de los documentales mexicanos. Más que la pérdida del honor, de la reflexión a los contextos sociales que parecen tan diametralmente opuestos a pesar de distar 30 años de ese ayer a este hoy, más allá del acercamiento a la nostalgia de las ¨grandes épocas, el ¨bottom line¨ de Los ladrones viejos... es la intrincada y simbiótica relación entre policías y ladrones, que sin corrupción en nuestro país no podría existir, como si fuera esta la masa que hay entre ¨ambos bandos¨. Ya como chapuzoncito al pasado, como material de consulta, de recreación o, sobre todo, de concienciación, Los ladrones viejos... es un filme obligado. Se pudiera concluir en dos grandes momentos el documental: el primero, cuando un entrevistador televisivo increpa a El Carrizo(s), preguntándole si se arrepiente de ser un ratero, a lo que él, con entera dignidad y en irreductible defensa de la justicia nominal, corrige: Ladrón, señor. El segundo, concluyente en todos los sentidos, no sólo en lo explícito del diálogo e imágenes, sino en la puntadeliceberg que es de un acto de extorsión, si escudriñamos un poco: una reportera le pregunta a un niño ¨de la calle¨(quien evidentemente vive al día), que qué pasó con su caja de boleo, el niño llorando responde a las preguntas de la reportera: el inspector se la llevó. - ¿Y te la va a regresar? Palabras más, palabras menos, responde: sí, pero en dos días.






Sangre en los Coen

Su primera película tendría en su título una suerte de advenimiento, que con el tiempo se iría disipando. Blood Simple, cuyo título literal debería ser Sangre simple, Sangre sencilla, ó Sencillamente sangre, en todo caso, en su momento atrajo las plumas de la crítica y habían nacido un par de hermanos que después vivirían una carrera profesional envidiable y, sobre todo, discretamente exitosa. Mirando desde lejos, la carrera de los Coen no es precisamente una carrera sangrienta, al menos no a lo Gore. Por fortuna, los pocos momentos que realmente podrían ser catalogados como tal no lo son, y se sitúan perfectamente en un entorno en que se justifica la violencia, la sangre. El resto de la historia en la que sucede este momento es una minuciosa búsqueda de lo que sucedió antes y después del asesinato en sí. Cuando de asesinato se trata, como es el caso de la película Fargo. En realidad, la gran mayoría de sus películas podrían catalogarse como películas sin una gran trascendencia metafísica o poética, sin una exacerbante superproducción, sin una propuesta de rompimiento de paradigmas. Esto, precisamente, es lo mejor que saben hacer los Coen: sus películas no se recuerdan en los sueños sino a la hora de la comida o charlando con un whiskey y un cigarro. La elegancia alrededor del hecho, de la equivocación, del personaje, de la muerte es lo que permanece en los Coen y, por fortuna, hacen que una imagen sangrienta nos parezca hermosa. Uno de los momentos más álgidos en donde encontramos esta habilidad de denostar la capacidad estética en simbiosis con la argumentativa se encuentra precisamente en Fargo (1996). La ineptitud que lleva a un hombre desesperado a urdir un plan que no le saldrá bien es condimentada con la crueldad de uno de los seudosecuestradores (Peter Stomare) y rematada con la frialdad de la sangre sobre la nieve. La inocencia y la justicia se han quedado en otro plano, en un mundo que no conoce más que injusticia y crueldad, que no sabe de las reglas de convivencia que se supone sirven para que los humanos no se maten entre sí. La realidad, demostrada en esta adaptación a la pantalla, es más exacta que cualquier historia de ficción inventada por cualquier escritor de la historia. O casi. El libretista, en este caso, es primero el reporte de la noticia y después Joel Coen. El director es, primero, el destino, la suerte, el karma o quiensea y después Ethan Coen. Un hombre en bancarrota tanto económica como de estima propia tiene que elucubrar un estúpido plan para poder salir de ello, sin tener que molestar a su suegro, de quien depende totalmente. Decide, estúpidamente, mandar secuestrar ficticiamente a su esposa y pedirle al padre una cantidad lo suficientemente pequeña para no molestar a sus cuentas bancarias y lo suficientemente grande como para solventar las deudas. Y el plan sale mal. Aburrido sería que saliera bien, al menos para los Coen. Aburrido también sería que sólo se preocuparan del error, pues el error sólo llevaría a escribir la nota roja y comentarse en una charla de sobremesa. Lo atractivo no es el error, entonces, sino la miseria de los personajes y la crueldad de las consecuencias. Lo atractivo es que los hombres no tienen poder sobre las circunstancias y si existiera un destino su destino sería la mismísima catástrofe. Lo atractivo en Fargo es la curiosidad que nos otorga la leyenda primigenia donde se advierte que lo que veremos no es una invención, sino una reconstrucción virtual de los hechos. Lo atractivo es que abrimos la plana donde viene la noticia, leemos la recomposición de las acciones realizadas por los involucrados, podemos recordar incluso a Capote, y después dejarnos ir por la corriente propia de los hechos. Al dejar de ser los primeros autores se encuentran, los Coen, con la enorme posibilidad de dar el giro deseado, siempre respetando los personajes y los hechos, sin traicionar, de forma que no tengan un enlace sentimental con la historia misma, como sucede tantas veces con los escritores y sus historias. Si Fargo es el mejor ejemplo de lo que sería una película de Nota Roja (que lo es, al ser sido basada en un caso real), una escena de esta película es entonces el mejor ejemplo de lo que sería el momento Gore de los Coen: un pie asomándose por una trituradora de madera. Que no es Gore, por fortuna, porque este es otro gran ejemplo: que para imaginar el destazamiento, la pérdida de órganos, lo salvaje de una muerte, no necesitábamos más que una sencilla imagen. El resto será la resolución, el desamparo, los suspiros ante lo sucedido. Fargo nos ayuda así con otro ejemplo (de tantos que son) para interpretar la realidad que se convirtió en nota roja y después película: la vida, para algunos, está sencillamente jodida.

lunes, 7 de julio de 2008

El fingidor

Al despertar finjo que no tengo frío aunque mi cuerpo esté tiritando y cuando abro la ventana finjo que no veo la lluvia y que no escucho los cántaros llenarse de gruesas gotas otoñales. Al fingir que escucho mis pasos resonando por ese pasillo que me llevará a la calle, finjo que saludo a la casera con una sonrisa amable y cuando encuentro la ciudad finjo que la quiero tanto y le escupo en la cara del asfalto. Cada mañana que tomo el tranvía finjo que leo, entiendo y acepto los anuncios del gobierno que rezan sobre el inminente cambio y cuando abro la puerta de la cafetería finjo que trabajo. Al mediodía finjo que como un emparedado que me ha preparado mi esposa; solamente Sayas, el dueño, sabe que no la tengo y que he tenido que salir a buscarlo a los sobrantes de la fonda que está a unos pasos. Llego a casa muy tarde, fingiendo que vengo cansado y al dormir finjo que soy ser humano y que sueño con animales, sobre todo vacas, perros y los que han acompañado a los demás durante tantos años. Los fines de semana, cuando estoy sólo, finjo estar acompañado y le sirvo un té a mi madre que murió hace años. Al sonar el golpe de los nudillos de la casera sobre mi puerta finjo que estoy fuera y cuando pasa la nota de cobranza por abajo de la puerta finjo que soy ciego. Cada primer Martes de cada mes finjo que soy desempleado y en la oficina de gobierno finjo que busco trabajo, en la siguiente oficina finjo que soy viudo y a Sayas ya no puedo fingirle más y termino por pagarle los cafés del mes, un par de periódicos y cigarros.

jueves, 3 de julio de 2008

Cruzar la calle por la mañana

Lo primero que pienso es que antes de cruzar la calle debería preguntarle al señor del periódico qué hora es, para saber si tengo tiempo de ir al banco antes de que se llene, después ir a comprar mi café de la mañana... pero el periodiquista me vende la edición de hoy y encuentro una noticia que me hace regresar a mi casa. Tomo de mi café y hago llamadas donde les informo a mis más cercanos amigos de mi imprudencial muerte, de los ojos marrones de la empleada del café que me sonrió y de cómo no escuché el chillido de las llantas del coche.