martes, 8 de enero de 2008

Días de perros

Joaquín todavía no entendía lo que que había hecho.
Atónito, hincado sobre la sangre que rodeaba a las
tijeras para cortar pollo, sus rodillas reposaban
sobre el charco que rodeaba el cuerpo de su pastor
alemán. Su respiración agitada, el sudor impregnándole
el cuerpo y el olor del miedo llenándole la nariz
reiteraban la muerte. Matar a un perro equivale a
matar al último ser en el mundo en el que uno puede
confiar. Joaquín trató de revivir al perro, agitándolo
frenéticamente, sacudiéndolo, gritándole por su
nombre. Todavía resonaba un chillido, como un eco que
martillaba el interior de su cabeza. Se levantó.
Sintió las rodillas húmedas. No se enteró en qué
momento las tijeras estaban en su mano, ni cuando
había comenzado a limpiarlas. Automáticamente fue por
un trapeador y con mucho trabajo limpió el piso,
arrastró el cuerpo del perro hasta el jardín trasero y
a la fecha no recuerda cuánto tiempo le tomó
enterrarlo. Al mediodía ya sabía qué responderle a su
mujer: dejar la puerta abierta sería la mejor
estupidez que justificaría la ausencia del más querido
miembro de la familia. Los llantos, gritos y reclamos
durarían una semana, por lo menos... después vendrían
los nuevos deseos, un perro nuevo, una perra tal vez.
Pasados los 3 meses obligatorios de luto ya habían
adquirido una fox terrier. Menor tamaño para un luto
más corto, como si fuera proporcional el volumen con
el cariño. Casi la bautizaron. Desayunaba jugo de
naranja. Él había pensado en la idea: ¿y si le
servimos un poco? El confort que el pastor alemán pudo
tener alguna vez ya era desmedido en la nueva fox
terrier. No supo como llegaron a tanto, a servirle en
bandeja de plata. Los gemidos del pastor alemán ya
eran lejanos y olvidados, igual que las noches en
vela. Ahora era insoportable ver los bigotes de la fox
terrier mojándose en jugo de naranja o lamiendo
mermelada de frambuesa. No soportaba ver la mitad de
su ración de pan tostado en el plato de la perra.
Cuando durmió por primera vez sobre su albornoz,
comprendió que tenía que terminar con eso. Compró el
veneno en la miscelánea. La perra agitó su cuerpo y
mostró la lengua morada después de algunas horas, aún
de mañana. Joaquín se mordió las uñas nervioso,
tratando de adivinar cómo una perra tan casera podría
haberse fugado. Silvia llegaría en cualquier momento.
Tendría que inventar alguna muerte que no requiriera
autopsia. Pensó en el triturador de basura. Fue hasta
la habitación y extrajo una bata. Ya no pensó en
desmembrar a la perra, ni tampoco en cómo carajos
podía haber llegado la perra a la trituradora. Dos
semanas después Silvia ya había asimilado el ilógico
accidente. Joaquín no soportaba los agudos ladridos
del chihuahueño, pero aún así temía por sí y confesar
los asesinatos sería su ruina. Salir avante equivalía
a una autovaloración. Qué tanto podía hacer un
chihuahueño, aparte. Un mes después la cara de Joaquín
había sido cubierta por pequeñas banditas blancas.
Retumbaba entre los oídos cada zumbido del timbre que
precedía a una interminable ola de agudos ladridos. Ni
un ¡Cállate! era suficiente, ni dos ni veinte. Incluso
podría patear al perro y este seguiría ladrando,
incansable. Las mordidas en su cara habían sido
mientras dormía y no entendía aún cómo es que no podía
reaccionar golpéandolo, patéandolo o sencillamente
azotándolo contra la pared. El chihuahueño siempre
estaba en los brazos de Silvia y apenas ella lo
descuidaba unos minutos éste salía corriendo a
incrustarle a Joaquín los dientecillos. Silvia entre
pequeñas risas le curaba las heridas. A la noche el
chihuahueño se retorcía en sueños a la mitad de la
cama. Ya no podía abrazar a Silvia sin escuchar un
rugido del chihuahueño. Ya habían pasado 6 absurdos
meses. El verano era feroz. La cabeza botaba de un
lugar a otro. Se abrumaba fácilmente. Joaquín tenía
que descansar junto al ventilador. Iba a la cocina por
una cerveza cuando sintió el hocico en su pantorrilla.
Fue instintivo: tomó las tijeras que estaban sobre la
cocina, casi igual que como había hecho el verano
anterior.

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