lunes, 14 de junio de 2010

La carta perdida de Lu

Habían pasado casi 2 años cuando por fin el Servicio Postal devolvió la carta que escribí a Lu, la misma tarde que dejaba de fumar, sentado ante una mesa de aluminio en la calle de Campeche. Quise no abrir la carta y al mismo tiempo un remolino de ansiedad me hizo buscar la cajetilla que había guardado en el cajón de la alacena, al fondo, entre los corchos que coleccionaba, los que alguna vez servirían para algo. El cigarro sabía a madera vieja. Salí a la calle a buscar una cajetilla nueva. Nunca habría imaginado que una carta vieja traería de vuelta los deseos de fumar. El nombre de Lu se volvía a adherir al cuerpo, como la sal que se queda en la piel después de haber dejado el mar muy lejos, muchos kilómetros atrás, ya sin el barullo de las olas y la sombra de las eternas palmeras. Volví a casa y quise abrir el sobre con un abrecartas. Tras varios intentos comprendí que el filo se había ido a otro lado. Nunca he sido tan dedicado a las piedras de afilar. Bajé por las escaleras con la carta en una mano y la nueva cajetilla de cigarros en otra, augurando que sería más extensa la espera y el preparativo que el momento de la lectura. Hice rápidas cuentas del tiempo que me tomaría encontrar una cafetería con sillas al exterior, pedir un café, encender un cigarro, abrir la carta, disfrutar de nuevo el aroma de cada palabra vieja, volver a encontrarnos sentados de frente y pedirte una vez más que volvieras y viviéramos juntos. Cuando encontré la cafetería pensé que habría necesitado un libro, o al menos una libreta y una hoja. Supe que muy pronto me distraería y que la carta duraría lo mismo que duró tu última llamada, cuando con un hachazo dijiste - adiós -. Después de pedir el café ya no quise leer la carta. Preferí descansar la vista en la placa vieja de un Datsun 86 que se podría a unos pasos. Pedí al mesero una libreta y un lapicero. A regañadientes lo hizo y yo no terminé de entender cómo es que necesita un mesero un lapicero si no hay clientes a quién tomarles la orden. El teléfono celular sonó y Andrés dudó por un instante. Lu acababa de despedirse con un insólito - chau -. La llamada provocó un arrebato más insólito y parecía que apenas comprendía la palabra - chau -. Aventó el teléfono a la avenida y se marchó caminando muy rápido, casi corriendo. Al otro lado de la ciudad, Lu descendía del autobús y marcaba para pedir perdón y arrepentirse para siempre. Salió de la terminal, después de intentar más de 20 veces llamarle y tomó un taxi. Por varias horas esperó y a la medianoche buscó refugio en la casa de su mejor amiga. Al día siguiente volvió a buscar a Andrés pero yo me tenía que irme, sería insoportable quedarme y cocinarme en mi propia ausencia, ahora que tú te habrías ido lejos Lu. Pero nunca me fuí Andrés, decía Lu en la carta escondida que había devuelto. Lu sabría que la megalomanía de Andrés lo haría volver a leer su propia carta, que el orgullo le haría devolver una carta remitida por ella. Andrés prendió otro cigarro y pidió al mesero la cuenta, y un cesto de basura que le hiciera olvidar sus propias palabras.

No hay comentarios: