martes, 9 de diciembre de 2008

- ST -

Sucede que casi vomito con la conversación. Ella insiste en la equidad de género pero distingue entre las cuentas por pagar y los derechos y toda la batahola de letanías que llegan por correo electrónico diariamente. Sucede que le quito, por primera vez en mi vida, la cuchara de la boca y la tiro lejos, hasta donde no pueda alcanzarla. Después le grito cuánto odio que chupe la cuchara después de moverla dentro de la taza y que la lleve nuevamente a la azucarera de la que todos hemos de servirnos. Nosotros somos sólo dos, me responde, ufana y con la sonrisa que alguna vez amé y que ahora odio tanto. Corro las escaleras y alcanzo a sentir algo de líquido saliendo entre mis labios pero alcanzo a llegar al baño. Adentro hay paz. El ruido del agua yéndose por la tubería me relaja. Puedo salir, echarme agua en la cara. Nadie se ha enterado, pienso. Cuando llego a la mesa, de vuelta, esperan dos nuevas tazas de café. ¿Tú pediste esto? le pregunto y dudo si he hecho la pregunta enojado, si he podido regular mis palabras para que el enojo no se muestre como un golpeteo y haya alcanzado a esconder el temblor de mi voz enojada en una casi imposible mueca de neutralidad. Sí, responde y sonríe. Su sonrisa me hace creer que se ha dado cuenta de mi búsqueda (ahora infructuosa) por ocultar mi enojo. Enojarse es igual a desnudarse, pienso. Siento una revoltura en el estómago que sube por el esófago. Me disculpo apenas y salgo corriendo al baño. Nuevamente vomito. Después de limpiarme la cara, frente al espejo, pienso, por primera vez, que ya no puedo ocultar mi odio.